- LA POESÍA NICARAGÜENSE Y SUS DIÁLOGOS CON ELLA MISMA
Toda literatura es asimilable o inteligible en relación con su inevitable relación con otras literaturas. Y esa relación es, generalmente, un duelo de múltiples significados, una relación dialógica: el diálogo que toda literatura necesita para generar sus múltiples y complejos sistemas de signos, y evolucionar. Tengo para mí que en el transcurso de ese proceso de diálogo y asimilación, la poesía nicaragüense de los últimos cien años ha sostenido, invariablemente, un diálogo (o más bien un coloquio) con ella misma.
Como en el hermoso poema de Carlos Martínez Rivas dedicado a Joaquín Pasos, los poetas nicaragüenses del siglo veinte (y aun los del siglo veintiuno), independientemente de las variables formales y la particularidad de la mayoría de sus tonos y sus motivos de exploración, a lo largo y a través del tiempo se saludan y conversan: oímos encenderse sus voces como las de gallos remotos que desde el fondo de la noche se llaman y responden.
Al situarnos en el ámbito general de la poesía nicaragüense no es difícil constatar que desde Rubén Darío hasta la fecha, de generación en generación, la tradición poética de Nicaragua no ha hecho más que crecer y fortalecerse, en una línea amplia, variada y sostenida de sorprendente calidad; a tal punto que la crítica hispanohablante no ha dejado casi nunca de calificar a esta nación como una de las “potencias poéticas” de América.
Darío es, sin discusión, el verdadero fundador de nuestra literatura moderna; una literatura que, bien lo han demostrado sus poetas, ha seguido en movimiento, sin menguar su primigenio impulso creador, y que ha producido una sucesión de generaciones cuyas obras poseen registros de calidad que siguen siendo valorados encomiablemente por la crítica en el continente y en el mundo.
A continuación trataré de bosquejar, rápida y someramente, un mapa que trate de identificar sus principales relieves, accidentes y características.
Modernistas y post-modernistas
Se dice con frecuencia en nuestras distintas versiones historiográficas, que los modernistas nicaragüenses contemporáneos o un poco menores que Rubén Darío, fueron despreciados o subestimados; aunque también se les considera de alguna manera fundadores o descubridores poéticos de la nación, de su lengua, sus paisajes, su vida cotidiana; lo cual parece encuadrarlos en un entorno más bien provinciano. Román Mayorga Rivas (1861-1925), Santiago Argüello (1871-1940), Juan de Dios Vanegas (1873-1964), Solón Argüello (1879-1913), J. Augusto Flores Z. (1885-1964), Rafael Montiel (1887-1973), Rosa Umaña Espinosa (1886-1924), Lino Argüello (1889-1937), Ramón Sáenz Morales (1891-1927), Antenor Sandino Hernández (1899-1969) y, ya alejándose un poco de ellos y acercándose más a los tiempos de la vanguardia, Azarías H. Pallais (1884-1954) y sobre todo Alfonso Cortés (1893-1969), fueron los más sobresalientes modernistas de Nicaragua.
El afán quizás exagerado de modernidad de los vanguardistas que los sucederían, así como cierta hegemonía que en adelante ejercerían éstos sobre la organización historiográfica nicaragüense, pudo haber provocado que este importante grupo de excelentes poetas (de por sí ya bastante opacados por la fama de Darío), cayera en la oscuridad del olvido. Aunque la importancia de este movimiento ya fue ampliamente registrada y resaltada por Julio Valle-Castillo en la introducción a su Antología de poetas modernistas de Nicaragua[1].
Por otra parte, entre los post- modernistas, “post-darianos” o “pre-vanguardistas” destacaron sobre todo Alfonso Cortés y Salomón de la Selva (1893-1959), continuadores inmediatos de la tradición fundada por Darío, verdaderos precursores de la entonces ya inminente poesía de vanguardia en Nicaragua.
Originalmente influenciada por la retórica y las maneras literarias del modernismo, la poesía de Cortés derivaría luego en una complejidad concentrada y misteriosa, calificada por algunos críticos como “metafísica”, aunque también mostró otra variedad de registros poéticos que, en perspectiva, no han sido suficientemente apreciados debido al hecho de que, aparte de una breve antología editada por Ernesto Cardenal, su poesía nunca ha sido reunida, reeditada y publicada en su totalidad en Nicaragua.
La poesía más conocida de Cortés (quien perdió la razón a la edad de treinta años, sin dejar por ello de seguir escribiendo), es de una intensidad y una angustia existencial sorprendentes y trascendentes. Está llena de una constante y sutil sugestión sensorial, imaginativa, de “resonancia sideral”, que a veces parece surgir “automáticamente” del subconsciente o también emerger de los sueños, pero que alcanza estados de alucinación rayanos en la “clarividencia”. Sin embargo, pese a ser considerado una especie de “loco sublime” y de haber sido encasillado en el molde de “poeta metafísico”, la temática de su poesía es muy variada y tuvo distintas fases. Fue un poeta místico que también se interesó por los problemas de su tiempo.
Por su parte, Salomón de la Selva es considerado, principalmente por los poemas de su libro “El soldado desconocido” (1922), el más cercano a los poetas posteriores de vanguardia o el principal precursor de la vanguardia poética nicaragüense. Sin duda uno de los más importantes escritores inmediatamente posteriores a Darío. De su obra se destaca, sobre todo en las últimas etapas, un creciente “fervor poético” que equipara las grandes figuras de la antigüedad occidental con la americana pre-colonial. También desarrolló una especie de poesía civil estrechamente vinculada a sus íntimas preocupaciones nacionalistas y mesoamericanistas.
Vanguardistas
Durante los primeros años de la década de los treinta, surge y se desarrolla en Nicaragua el Movimiento Vanguardia (el único movimiento de tal tipo de que se tenga registro en Centroamérica), en el que confluyeron postulados estéticos de las vanguardias europeas pero en el que tuvo mucha influencia la poesía norteamericana moderna, así como una corriente nacionalista y telúrica muy ligada a sus concepciones estéticas.
El movimiento estuvo integrado por un grupo de jóvenes cultos e irreverentes. Quienes más destacaron fueron Luis Alberto Cabrales (1901-1974), José Coronel Urtecho (1906-1994), Manolo Cuadra (1907-1957), Pablo Antonio Cuadra (1912-2002), Joaquín Pasos (1914-1947) y Octavio Rocha (1910-1986). Como todas las vanguardias en el mundo, fue este un movimiento estigmatizado por la ambigüedad y la contradicción, que con gran aspaviento intentó destruir el estatus imperante en el gusto literario y artístico local con la pretensión de construir un nuevo arte.
La figura más influyente de este grupo, desde una perspectiva ideológico-literaria, fue Coronel Urtecho, quien viajó muy joven y por mucho tiempo por los Estados Unidos, de donde regresó compenetrado y entusiasmado con la poesía moderna norteamericana, cuya influencia, unida al también influyente regreso de Francia de Luis Alberto Cabrales, luego de absorber fervorosamente la poesía francesa de vanguardia; constituirían una “doble influencia decisiva” y una “marca” que habría de permear desde entonces a todas las posteriores generaciones de poetas nicaragüenses.
En su momento, los vanguardistas la emprendieron, y a veces se ensañaron -hasta el punto de llegar a ignorar sus mejores dechados- contra un monumento inconcluso: el de una adolescente tradición literaria nicaragüense, embelesada aún por la parafernalia modernista de Rubén Darío. Pero también la emprendieron contra la ignorancia y la chata perspectiva cultural de la incipiente burguesía local, a la que, sin embargo, ellos mismos estaban ligados por lazos familiares. Pugnaban por fortalecer una cultura nacional asentada en la raíces y la tradición vernáculas pero proyectada hacia “lo universal”, aunque de hecho se refugiaron en la tradición patriarcal de su estirpe oligarca.
Políticamente predicaban una especie de ultra-nacionalismo, pero de origen católico-hispánico, que devendría en fascismo, del que más tarde se alejarían arrepentidos, pero conscientes de que sus intentos de ruptura estética abrirían por fin las puertas de Nicaragua a una plena modernidad literaria.
Primeras mujeres
No resulta extraño que para inicios del siglo veinte, en el movimiento de vanguardia poética nicaragüense no destacara ninguna voz femenina, aunque muy poco tiempo después de iniciada la renovación estética vanguardista, un par de mujeres desarrollarían poéticas ya muy alejadas de la retórica decimonónica o modernista.
María Teresa Sánchez (1918-1994) fue, según Ernesto Cardenal, “la primera mujer de letras en Nicaragua”, y su importancia también se extiende a su trabajo como promotora de la cultura nicaragüense, sobre todo por su labor de fundadora y principal animadora del Círculo de Letras “Nuevos Horizontes”, en los años 40. Su poesía está cargada de un constante tono místico, desarrollado en una versificación clara y bien estructurada, en la que se escudriñan y se interrogan los orígenes particulares del dolor, la tristeza y la soledad humanas. Hay en sus poemas una especie de angustia sosegada, una revelación constante de la propia intimidad y un desprendimiento humano que algunos críticos nicaragüenses califican de franciscano; algo así como una “orfandad cósmica” o “un empobrecerse para purificarse a partir de la contemplación de las cosas y los seres”.
Mariana Sansón Argüello (1918-2002), a pesar de ser contemporánea de María Teresa Sánchez, dio a conocer su obra hasta a finales de los años cincuenta, logrando una generosa recepción crítica a partir de los años sesenta. Se le considera una voz poética “descubierta y asumida tardíamente” (empezó a escribir después de cumplir 30 años). Los suyos son poemas breves, epigramáticos, pero impregnados de cierto misterio y con una factura diríase que subrrealista o súperrealista. Como los de María Teresa Sánchez, sus textos también se caracterizan por la brevedad, aunque la crítica ha relacionado de alguna forma su poesía con la de Alfonso Cortés, debido a su obsesión por descifrar los arcanos del tiempo y descubrir o describir el significado o la desnudez de las cosas.
Un poco alejada de ellas en el tiempo y en ciertos aspectos de su temática poética, Claribel Alegría (1924) está más cerca generacionalmente de los grandes poetas de los años cuarenta de Nicaragua, y al igual que Ernesto Cardenal, preconizaría la irrupción de una temática política enérgica y radical en contra de los sistemas de opresión entonces vigentes en Centroamérica. Nacida en Nicaragua pero adoptada nacionalmente por El Salvador, Claribel publicó en 1948 su primer libro de poesía, “Anillo de silencio”, al que le seguiría una vasta y prolífica obra poética de múltiples búsquedas y tonos.
Los cuarentas
El constante crecimiento y fortalecimiento de la tradición poética nicaragüense cobró nuevo aliento con las propuestas renovadoras de una generación de poetas (la de los años cuarentas) representada fundamentalmente por tres escritores de gran calidad: Ernesto Mejía Sánchez (1923-1985), Carlos Martínez Rivas (1924-1998) y Ernesto Cardenal. Según Sergio Ramírez, fue una generación más cosmopolita que la anterior, “escritores ya modernos de nacimiento que se entrenaron en el conocimiento de su oficio desde una perspectiva renovada y renovadora”[2], y que, al igual que casi todos sus hermanos mayores vanguardistas, fueron inicialmente formados por jesuitas en la colonial ciudad de Granada, e iniciados en el conocimiento de la literatura clásica por el padre y poeta español, Angel Martínez Baigorri (sacerdote jesuita).
Pablo Antonio Cuadra llegaría luego a lamentar en ellos, como continuadores inmediatos de su generación, un “cambio químico”, una “actitud epigramática” distinta, “más acre ante la vida”. Cuadra los ve alejándose de “la alegría vanguardista”, hacia el “amargor enconado” o a la “sorda cólera”. Los ve desertando de la cosmovisión cristiana hacia un “equilibrio infernal”, en el caso de Mejía Sánchez, o a una “insurrección ética de la conciencia”, en Martínez Rivas; o a la “beatificación de la violencia política”, en Ernesto Cardenal.
En la poesía de Mejía Sánchez, más bien resulta visible un dominio erudito, exacto y de exhortaciones mágicas del lenguaje, con el que logra textos de una intensidad y una pureza admirables. Su interpretación poética del incesto bíblico en “La carne contigua” (1948), aunque según Cuadra confunde el peso de la ruindad con lo divino, es de una belleza y de una intensidad incomparables. Su poética, sin embargo, siempre, y sobre todo en sus últimas producciones, estuvo marcada por una profunda interrogación ética, que luego devendría en ciertos poemas cuya dimensión política concreta se identificaría con las luchas del pueblo nicaragüense contra el régimen dictatorial de la familia Somoza.
En tanto, la obra de Carlos Martínez llega a parecernos, en perspectiva y con toda su particular belleza, la de una especie de místico desencantado, un hombre formado sobre valores cristianos, católicos, que poco a poco se fue asqueando del orden o la forma en que el medio social o las personas que se sitúan en los diversos estamentos de su jerarquía, acomodan esos valores, distorsionándolos y manipulándolos de tal forma que acaban por herir, irrestañablemente, su profunda sensibilidad de artista. De ahí su actitud de aislamiento, de rechazo al mundo; el tono de ironía y de profunda irritación en sus poemas.
En la obra poética de Martínez Rivas son constantes las referencias bíblicas, pero cotidianizadas y extrapoladas de manera que llega a ser evidente su contraste, y a la vez su original o radical asociación con el engranaje ético-social del mundo moderno. En su obra se advierte una perspectiva arraigadamente religiosa pero de profunda decepción ante la religión misma. Es claro el influjo de su formación cristiana empujándolo al remordimiento, pero también el contradictorio impulso de rechazo y de asco frente a la hipocresía con que habitualmente esa religión se manifiesta en la vida cotidiana. Una recóndita religiosidad amargada por la desazón de no encontrar en el ser humano (empezando por él mismo) la perfección de Dios.
El más célebre de esta “trilogía de los 40” es Ernesto Cardenal. Auto-considerado profeta de la revolución sandinista en el mundo y en su propia tierra, según sus palabras; esteta de la simpleza, la especificación y el detalle como recurso estilístico para reforzar la memoria histórica y fortalecer una idea pretendidamente emancipadora de la identidad hispanoamericana, Cardenal y sus primeros discípulos se esforzaron en multiplicar su estilo poético y sus reglas formales entre las nuevas generaciones de poetas nicaragüenses.
Fue un esfuerzo que encontró mucho eco pero también no pocos detractores, aunque finalmente se habría de reconocer la obvia existencia y aún la influencia y fructificación de la escuela poética cardenaliana, al menos en un considerable número de nuevos escritores, sin menoscabo de tantos otros que acogieron con entusiasmo otros estilos y otras opciones técnicas y temáticas, especialmente las de Martínez Rivas.
No pocas generaciones en Nicaragua tendrán que aceptar ante la historia el orgullo o la incomodidad (según sea el caso) de haber compartido estos tiempos con una figura poética de semejantes proporciones, que ha logrado edificar una voz propia en la poesía hispanoamericana, y que le dio esa voz a un proyecto histórico de profundas repercusiones sociales como fue la revolución sandinista.
Años cincuenta
La generación de poetas nicaragüenses surgidos en la década cincuenta comprende más de una decena de autores cuya obra y personalidad, aunque no tan influyentes como las de Cardenal y Martínez Rivas, son de una importancia fundamental en la continuidad y el desarrollo de la tradición poética de Nicaragua. Entre ellos podemos nombrar a Guillermo Rothschuh Tablada (1926), Mario Cajina-Vega (1929-1995), Eduardo Zepeda Henríquez (1930), Francisco Pérez Estrada (1917-1982), Santos Cermeño (1903-1984), Fernando Silva (1927), Ernesto Gutiérrez (1929-1988), Octavio Robleto (1935-2009), Enrique Fernández Morales (1918-1982), Raúl Elvir (1927-1998), José Cuadra Vega (1914-2011), y Flavio César Tijerino (1930-2006).
Quizás los dos poetas más sólidos y rigurosos de este grupo sean Guillermo Rothschuh Tablada y Mario Cajina-Vega. El primero de ellos ha sido un educador insigne, forjador de generaciones de jóvenes escritores, y de otros intelectuales luego incorporados a la actividad política. Críticos y estudiosos como Carlos Tünnermann y Fidel Coloma, han apreciado en su poesía un sutil y “bellamente elaborado hermanamiento entre hombre y paisaje; vida y naturaleza; protesta y esperanza”.
Desde sus primeros libros, “Poemas chontaleños” (1960) y “Cita con un árbol” (1965), su poesía se ha nutrido de esa realidad dual, ambivalente, compuesta por el hombre y la naturaleza. Pero su poesía, aunque en buena parte vernácula, telúrica -exploración y exaltación de su tierra natal—, deviene luego en magistrales demostraciones de erudición, intensidad verbal y virtuosismo lingüístico, evidentes en su “Quinteto a don José Lezama Lima” (1978) y “Tela de cóndores. Homenaje a Guayasamín” (2005).
En tanto, a Cajina-Vega se le atribuye una especie de “canto solar, americano”, de factura “exteriorista” al modo de Ernesto Cardenal, que asume el paisaje como historia y la geografía nicaragüense como pasión. En efecto, Cajina-Vega redunda en algunas de las estrategias textuales tendientes al llamado exteriorismo. En su libro de poemas “Tribu” (1962), el tratamiento del indio contemporáneo, es decir, del indio sobreviviente como tal en el entorno provinciano (semi-rural y semi-urbano) de Nicaragua, es el de un retrato múltiple y entrañable de un ser cuya áspera existencia sigue envuelta, pese a la invisibilización, la explotación y el aparente exterminio, en un aura de misterio, pero también de doliente postración. Cajina-Vega esboza el retrato del indio contemporáneo inmerso en el paisaje de la provincia, como el más auténtico y revelador anacronismo histórico de una sociedad agraria que aspira a ser moderna.
Años sesenta
Los años sesenta vieron surgir en Nicaragua a una impetuosa generación de poetas cuyos variados registros e intereses temáticos no tienen parangón entre sus predecesores. Según el crítico Julio Valle-Castillo esta nueva etapa del proceso de la poesía nicaragüense “levantó una ola gigantesca que bañó los 70 y se rompió contra las rocas en 1980”.
Uno de los más emblemáticos, aunque trunco, fue Fernando Gordillo (1940-1967), muerto a los 27 años de edad. Pese a ello desplegó una vida intelectual intensa: poeta, ensayista, crítico literario y narrador; fue también activista político, y según su compañero de generación, el narrador Sergio Ramírez (quien reunió y publicó en 1989 todos sus textos en prosa y verso), “aún desde la silla de ruedas a la que se vio condenado, se convirtió en el ideólogo más notable de su generación”. Vista en perspectiva, la obra de Fernando Gordillo parece haber sido el primer logro trascendental de lo que se dio en llamar “literatura testimonial”, de contenido nacionalista y de protesta contra el orden social imperante.
El segundo poeta emblemático de la “literatura de protesta” entre la vasta, virtuosa y heterogénea generación del sesenta en Nicaragua, fue Leonel Rugama (1949-1970), militante del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), muerto en combate a los 21 años de edad contra el ejército de la dictadura somocista en Managua. Sus poemas lograron un gran impacto en su época, incluso antes de su muerte. Autor de una poesía concreta, desnuda, casi totalmente despojada de metáforas, en intensa búsqueda de un nuevo lenguaje “liberador” de la poesía, con una entonación agitadora y premonitoria, aunque nada ceremonial, sino al contrario, apropiada de los giros y dicciones comunes del habla popular, Rugama llevó a extremos radicales las premisas factuales del exteriorismo o concretismo promovido inicialmente por la vanguardia y luego emblematizado en la obra de Ernesto Cardenal.
Sin embargo, entre Gordillo y Rugama confluyó, sucesiva y coincidentemente, una variopinta enumeración de poetas brillantes, audaces e innovadores, que en una época de efervescencia ideológica-política, sostuvieron un diálogo feroz y solitario con la palabra poética, así como con la esencial actitud del individuo respecto al ejercicio literario. Entre ellos destacan, sobre todo: Edwin Yllescas (1941), Roberto Cuadra (1940), Beltrán Morales (1944-1986), Julio Cabrales (1944), Iván Uriarte (1942), Francisco Valle (1942), Fanor Téllez (1944), Michelle Najlis (1946), Ana Ilce Gómez (1945), Vidaluz Meneses (1944), Luis Rocha (1942), Horacio Peña (1936), Luis Vega (1943), Raúl Xavier García (1938), Jorge Eduardo Arellano (1946), Raúl Orozco (1946-2009), Carlos Perezalonso (1943), Napoleón Fuentes (1942), Francisco de Asís Fernández (1945), David Macfield (1936), Álvaro Gutiérrez (1943), Donaldo Altamirano –o Pedro León Carvajal- (1946), Ciro Molina (1943-2002), Félix Navarrete (1942-1983) y Carlos Rigby (1945).
Nuevas voces femeninas
La aparición de las voces femeninas en la poesía nicaragüense tiene un carácter de “relevo”, debido a su presencia nutrida y a la calidad de sus textos. “Vienen a marcar un nuevo rumbo para nuestra literatura, y a darle una nueva fortaleza”, afirma Sergio Ramírez. Después que el panorama literario nicaragüense había sido dominado en gran medida por autores masculinos, a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta irrumpe una pléyade de mujeres que habrá de marcar las décadas siguientes.
Entre ellas destaca Michele Najlis, poeta de tonos líricos sosegados y limpios, enriquecida con los clásicos e inspirada sobre todo en la realidad humana circundante y en los agudos y profundos contrastes que su perspectiva individual logra percibir entre la realidad social y la promesa redentora y utópica del ideal cristiano. Fue prácticamente la primera poeta abiertamente comprometida con la literatura y con las causas sociales que desde muy joven abrazó, desde una perspectiva teológica de liberación.
También está Ana Ilce Gómez, considerada una de las voces más personales de la poesía femenina nicaragüense, quien demostró con “Las ceremonias del silencio” (1975) ser poseedora de un dominio preciso y sobrio del lenguaje, facturando una serie de poemas breves, intensos e inteligentes, con cierta aura de misterio y de nostalgia, que exploran el tema del amor, la muerte, la soledad y la naturaleza misma del lenguaje. Los poemas de Ana Ilce en su mayoría son breves, concentrados. La limpia factura de sus versos, la austeridad y justicia de su expresión, son elementos que a primera vista proporcionan una fácil lectura. Sin embargo, la facilidad no es una de las virtudes de su poesía. Aunque nutridos de instancias domésticas, a veces hasta nimias, sus poemas abren constantemente la puerta de la costumbre y la cotidianidad, para ponernos frente a frente con el misterio.
En tanto, Gioconda Belli (1948) fue quizás la primera en exaltar desde su poesía, sin subterfugios, su condición de género y las virtudes de su sexo. La aparición de su primer libro, “Sobre la grama” (1974), constituyó un cambio radical para la poesía escrita por mujeres en Nicaragua. Incluso implicó un vuelco para toda la literatura nicaragüense.
Belli es una poeta prolífica que desde sus inicios se concentró en el tema erótico ligado a sus preocupaciones sociales. El tema erótico ha sido el preponderante en su poética. Incluso cuando en sus poemas ha abordado estrictamente el tema social, éste siempre ha estado relacionado de alguna manera con lo erótico. En casi toda su poesía ha sido una constante el impulso de escribir libremente sobre su condición de mujer y sobre la sexualidad de la mujer, aunque evidentemente, su obra poética también ha estado siempre muy unida a su pensamiento social y político.
Años setenta
Unos pocos años menor que sus antecesores inmediatos surgidos en los años sesenta, el poeta Álvaro Urtecho (1951-2007) concentró su interés poético en una constante autobiografía interior donde el encuentro con la muerte y el viaje como búsqueda de la totalidad cósmica, fueron las constantes que ontológicamente lo sitúan frente a su propia alteridad, y lo confirman como una de las expresiones líricas más puras de la moderna poesía nicaragüense. Urtecho pertenece a lo que podríamos llamar la “contracorriente poética nicaragüense”, es decir, al grupo minoritario de poetas cuya producción textual ha transcurrido al margen de la más visible tradición poética en la Nicaragua del siglo veinte, que ha sido preponderantemente objetivista y coloquialista.
A la generación de Urtecho pertenecen una serie de talentosos y prolíficos poetas (algunos de los cuales dialogarán con el autor –y el lector- más adelante en este libro), entre los que destacan Daisy Zamora (1950), Santiago Molina (1958), Julio Valle-Castillo, Erick Blandón (1951), Juan Carlos Vílchez (1952), Alejandro Bravo (1953), Jorge Eliécer Rothschuh, Yolanda Blanco (1954), Manuel Martínez (1955), Juan Chow (1956), Karla Sánchez (1958), Anastasio Lovo (1952), Erwin Silva (1950), Fernando Antonio Silva (1957), Gustavo Adolfo Páez (1954-2003), Roberto Corea Torres (1952), entre otros.
Y es en este relativamente reciente punto de inflexión del siglo veinte donde empezó a producirse, en la tradición poética nicaragüense, un giro o movimiento instintivo (aunque también probablemente cavilado, macerado en la mentalidad creativa, individual, de los poetas) que de nuevo la despierta, la regenera y la conduce por nuevos caminos que habrían de entroncar con otros que le esperaban a la vuelta del siguiente siglo.
Con la excepción de quienes, como Urtecho, Blandón, Silva, Lovo, Vílchez y Chow, permanecen en la búsqueda de formas de elaboración de cierta forma herméticas y cargadas de significados en apariencia velados u ocultos, la mayoría redescubre una forma de continuidad particular y renovada de la tradición “concretista” o “exteriorista” predominante en la poesía nicaragüense.
Santiago Molina es quien particularmente expresa o representa en su obra esa “nueva forma de la tradición”. Según Edwin Yllescas, un nuevo tratamiento de lo “exteriorista” le ha permitido a Molina matizar el tono coloquial de la poesía nicaragüense. Este es un fenómeno que, aunque Yllescas agudamente logra detectar, en su plena representatividad, durante la lectura en perspectiva de los poemas de Molina, como él mismo dice, es un fenómeno que en realidad viene afectando en buena medida a la tradición poética nicaragüense desde inicios de la segunda mitad del siglo veinte, y probablemente antes.
Los escritores más representativos de la generación desarrollada poéticamente en las décadas setenta, se revelan como un grupo relativamente nutrido de individualidades creadoras empeñadas en poetizar la anécdota y la conversación pero sin el abuso o los excesos intertextuales y grandilocuentes de algunos de sus antecesores.
Años ochenta y noventa
El poeta y crítico Álvaro Urtecho empezó a reconocer luego, en los textos publicados por varios escritores de la generación llamada de los ochenta, la utilización poética del lenguaje coloquial o conversacional, pero asimilado como una de las más saludables herencias de la vanguardia nicaragüense. Casi a disgusto, Urtecho le adjudica a ese lenguaje, o a esas poéticas, el término “exteriorista”, agregando sin embargo que se trata de “un exteriorismo sano, equilibrado con fuertes dosis de subjetividad e imantación personal”. Se trata de poetas que no se comprometen ni con la prosa narrativa pura ni con la orgía metafórica o el frenesí de imágenes propias del surrealismo. Basta con contar y cantar. Tejer estilos propios: híbridos, sincréticos, personales.
Martín Aguilar (1962), Emilio Zambrana (1962), Álvaro Rivas (1950), Isolda Hurtado (1957), Blanca Castellón (1958), Juan Sobalvarro (1966), Erick Aguirre (1961), Carola Brantome (1961), Alba Azucena Torres (1958), Pedro Xavier Solís (1963), Ariel Montoya (1964), Helena Ramos (1960), Milagros Terán (1962), Marianela Corriols (1965) y Martha González (1972) son algunos de los poetas que destacan en el tránsito entre las décadas ochenta y noventa. Su poesía, o sus propuestas poéticas, marcando una tendencia inmediatamente precedente (visible ya en las obras de Urtecho, Blandón, Vílchez, Martínez, etcétera) hacia el desentendimiento de urgencias sociales demasiado visibles y refrendando una fuerte conciencia de la experiencia individual como trasunto básico de la experiencia poética, concretan el nacimiento de una nueva lírica que por referencias necesariamente históricas relacionadas con el declive del proyecto sandinista en 1990, algunos llamaron post-sandinista y que, efectivamente, vendría a reivindicar una visión diferente del quehacer y la vivencia poéticas.
La generación 2000
Después de transcurrido el siglo veinte, o bien, durante sus estertores, la persistencia de cierta influencia coloquialista o concretista, y las connotaciones tanto estéticas como histórico-políticas evidentes en la más destacada poesía nicaragüense, parecían haber provocado una especie de aversión o desdén por parte de un buen número de autores jóvenes hacia el llamado exteriorismo vanguardista, cuyo influjo se extendió a lo largo del siglo y que finalmente tuvo como representante más emblemático al poeta y sacerdote Ernesto Cardenal.
En un ensayo sobre su obra[3] señalé que la indiferencia de buena parte de la generación posterior al declive de la revolución sandinista en Nicaragua hacia el tipo de poesía representado por Cardenal, posiblemente obedeció no sólo a su constante abordaje de temas históricos, sociales y políticos, que cada vez entusiasmaban menos a las escépticas generaciones de post-guerra en Centroamérica, sino también a su naturaleza “antipoética”, en el sentido de una aventurada regresión hacia formas de enunciación simples, directas, sin abundancia de retórica, así como al ex profeso alejamiento de la metaforización y de las abstracciones conceptuales.
Según mi impresión, los nuevos grupos de poetas nicaragüenses, incluyendo a algunos menos jóvenes que ya habían empezado a descollar a partir de la segunda mitad del siglo veinte, parecían exagerar en su preferencia por una poesía menos “contaminada” de política, ideología o historia, que la de Cardenal, recurriendo como consecuencia a una casi ansiosa búsqueda de otros paradigmas que les permitieran adoptar con más facilidad actitudes de rebeldía o pretensiones de ruptura, y desarrollar al mismo tiempo un efecto refractario.
La figura idónea para tal propósito fue sin duda la del poeta Carlos Martínez Rivas, contemporáneo “oscuro” de Cardenal. El mito de su personalidad huraña y refractaria, así como el tono inconforme o en cierta forma rebelde de su obra, en la que son constantes los referentes clásicos, morales o religiosos, asociados radicalmente con el engranaje ético-social del mundo moderno y resueltos con el empeño de un lenguaje esteticista y riguroso, de acuerdo a mis propias elucubraciones, reforzaron aún más dicha tendencia.
La influencia y fructificación de la escuela poética llamada exteriorista, al menos en un considerable número de nuevos escritores de poesía, fue por supuesto más evidente en las dos décadas finales del siglo veinte, sin menoscabo de algunos nuevos autores que desde entonces acogieron con entusiasmo estilos distintos y diferentes opciones estéticas y temáticas. Mi vaticinio entonces fue que, a la larga, en la riqueza intelectual de aquella bifurcación de influencias, o en su sincretismo, se habría de delinear, quizás, el futuro camino de las nuevas generaciones poéticas en Nicaragua.
Es interesante reflexionar acerca de la extraña relación (subterránea, consanguínea o de fortalecimiento y continuación de una fuerte tradición literaria) que existe, tanto entre las poéticas de Ernesto Cardenal y Carlos Martínez Rivas, como entre las de ambos con las de los mejores poetas que lograron despuntar en los últimos años del siglo veinte. Con cierto temor al equívoco, en cierta época mi vaticinio fue que esa tendencia, o esa red de relaciones, continuaría prevaleciendo en al menos las primeras décadas del nuevo siglo.
Efectivamente, al despuntar este nuevo siglo empezaron a darse a conocer una serie de poetas que en algún momento fueron llamados “Generación 00”, es decir, emergidos a partir del año 2000, aunque algunos de ellos ya se habían expresado a través de revistas, programas radiales, manifiestos, proclamas y artículos, en los últimos años del siglo veinte.
Inteligentes y críticos casi todos; apasionados y entusiastas sin excepción, en el resultado de mis lecturas puedo destacar a Francisco Ruiz Udiel, Missael Duarte, Eunice Shade (1980), Rafael Mitre (1981), Jimmy Javier Obando (1981), Alejandra Sequeira (1982), Víctor Ruíz (1982), Ezequiel D´León Masís (1983), Jazmina Caballero, Hanzel Lacayo (1984), William Grigsby Vergara (1985), Ritomar Guillén (1985), José López Vásquez (1986), Carlos Fonseca Grigsby (1988), Carlos M. Castro, Marcel Jaentschke (1992) y Ernesto Valle Moreno (1992).
En el prólogo a una antología que reunía a algunos de ellos[4], la poeta Gioconda Belli les llamó “generación del desasosiego”, por lo que ella consideró como un evidente deseo de salirse del entorno y sumergirse en un viaje interior, que según su vaticinio los llevaría hacia la desilusión o la aparente fatalidad de la condición humana.
De cierta forma, el tiempo transcurrido hasta ahora y precisamente una de las integrantes de esta nueva generación se encargarían de refutar, al menos parcialmente, el lúgubre vaticinio de Belli. La joven escritora Eunice Shade le respondió que no existía “nada preocupante” en la generación de escritores de la década 2000, y que al momento de “hacer literatura” o escarbar sobre la temática a abordar, ellos se limitaban a “explorar la palabra y transformarla”, pero al mismo tiempo se divertían y descubrían “las variantes para aproximarnos a la realidad o para crear otra”.[5]
“No se puede nombrar a toda una generación por sus primeros textos… En todo caso, con el desasosiego se abre esta generación, pero ese no es en absoluto un rasgo distintivo o identitario de la misma”, decía Shade, haciendo además un llamado a leer con más detenimiento lo que esos nuevos autores estaban escribiendo. No obstante, las señales trágicas y en buena medida, en efecto fatídicas en la poesía de algunos de esos nuevos autores, no sólo vendrían a ratificar en cierto punto las premoniciones de Belli, sino que marcarían de forma particular el ánimo de no pocos miembros de esa generación y su forma de enfrentar el presente y el futuro desde diversas perspectivas poéticas.
Lo cierto es que aún es pronto para aventurar opiniones o arriesgar juicios acerca del derrotero de los poetas más representativos de las primeras décadas del presente siglo. Y cierto es también que pese al espíritu polémico y marcado por las particularidades y los cambios revolucionarios de la era súper-tecnológica, esta generación, o quizás la siguiente, será la que seguramente habrá de producir las primeras grandes y verdaderas rupturas formales en la poesía nicaragüense de los nuevos tiempos.
2.- LA HORA DE LOS NARRADORES
Se dice que los cataclismos sociales y políticos producen cambios profundos en la cultura, el arte y la literatura. “La hora de la revolución es también muchas veces la hora de los narradores”, dice el crítico alemán Günter Schmigalle[6], quien ha observado en Nicaragua, durante las décadas 1980-1990 y 1990-2000, un auge extraordinario del género narrativo, sobre todo el novelístico. Y lo dice apoyándose en los estudios de su colega y compatriota Werner Mackenbach[7], quien, al igual que Schmigalle, residió en Managua y trabajó como investigador y docente universitario durante la década noventa, y en sus tesis afirma que la novela es actualmente el género preponderante en Nicaragua, advirtiendo además que la novelística nicaragüense de las últimas dos décadas debería ocupar un lugar legítimo en los estudios hispánicos internacionales.
Comentando algunas tesis de Mackenbach, Jorge Eduardo Arellano[8] le concede el mérito de haber hecho el análisis más completo sobre las novelas escritas por nicaragüenses en las décadas de los ochentas y noventas. Análisis contenido en un libro de Mackenbach publicado en Alemania en el año 2004, cuyo título Schmigalle traduce al castellano como La utopía inhabitada. En dicho estudio, Mackenbach dedica su atención a noventa y seis obras publicadas en las décadas mencionadas. Pero Arellano objeta esa cifra y señala que el concepto de novela de Mackenbach resulta en este caso demasiado flexible, pues abarca desde el testimonio y la autobiografía, hasta el reportaje periodístico, e incluye obras que, según Arellano, no tienen que ver con la ficción.
Por un asunto de orden cronológico primero voy a circunscribirme estrictamente a la narrativa nicaragüense producida en los años ochenta, cuando, según Schmnigalle, con la hora de la revolución llegó en Nicaragua “la hora de los narradores”. En su respuesta al estudio de Mackenbach, Arellano recuerda una advertencia de Ramón Luis Acevedo[9] acerca de que en Nicaragua el testimonio desplazó a la narrativa de ficción durante la década de los ochentas. No obstante, Arellano muestra una lista de trece novelas publicadas durante la década. Son las siguientes:
Como piedra rodante (1981), de Krasnodar Quintana; La vida desplumada de Tucán González (1981), de Álvaro Castillo; Álbum familiar (1982), de Claribel Alegría; Timbucos y calandracas (1982) y El libro del buen amorcito (1984), de Jorge Eduardo Arellano; Siete relatos de amor y de guerra (1986), de Rosario Aguilar; La piel de la vida (1987), de Róger Mendieta Alfaro; Sábado de gloria (1987), de Orlando Núñez; Cuartel general (1988), de Chuno Blandón; La mujer habitada (1988), de Gioconda Belli, y Castigo divino (1988), de Sergio Ramírez.
Arellano dice no percibir esa “hora de la narrativa” en dicha década, sino, “hasta cierto punto”, en la siguiente, cuando se publicaron al menos cuarenta novelas de más de treinta autores nicaragüenses, tanto en el país como en el extranjero. Sin embargo, en su libro La novela nicaragüense: Siglos XIX y XX. Tomo I (2012), publica una lista en la que se contabilizan, entre los años cuarenta y setenta del siglo veinte, un promedio oscilante entre veinticinco y treinta novelas nicaragüenses publicadas por cada década, es decir, casi el doble de las publicadas en los ochenta.
Recurriendo a la aritmética simple, y teniendo en cuenta las dudas respecto al criterio de clasificación genérica expresadas por Arellano, cualquiera podría concluir que, en ambas décadas (ochenta y noventa), se habrán publicado poco más de cincuenta novelas, y no casi el centenar que propone Mackenbach. De ahí que Arellano considere “flexible” su concepto genérico de novela.
En una Bibliografía tentativa de la novela y el testimonio nicaragüenses, desde sus inicios hasta el año 2000, realizada por Mackenbach en conjunto con Edward Waters Hood[10]; ambos han justificado su criterio de selección alegando la borrosidad de contornos entre el género testimonial y la novela (lo que Arellano interpreta como “flexibilidad”), apelando además al papel destacado que ha jugado el testimonio en la literatura nicaragüense contemporánea.
En ese contexto ambos investigadores nos remiten a una anterior propuesta de la crítica e investigadora costarricense Magda Zavala[11] respecto a la actual “indecisión” de los críticos en cuanto a considerar cuáles textos pertenecen a uno u otro género, y admiten que en la elaboración de dicha bibliografía se basaron en “un concepto muy amplio de novela, sin discutir su carácter literario según las conceptualizaciones teóricas más recientes”.
En cuanto a lo publicado en la década ochenta: habida cuenta de los razonables cuestionamientos de Arellano sobre el criterio genérico de selección de Mackenbach, yo ampliaría su lista de doce novelas, e incluiría, al menos como texto de ficción narrativa, una más: Luisa en el país de la realidad (1987), de Claribel Alegría, una agrupación de textos líricos en prosa; una especie de prosa poética estructurada en fragmentos de alguna forma relacionados entre sí, y con un personaje común, lo cual da a la obra una característica o un entramado de cierto modo novelesco.
En cuanto a los testimonios, según mis cálculos durante la década ochenta se publicaron al menos diez: Todas estamos despiertas –Testimonios de la mujer nicaragüense hoy– (1980), de Margaret Randall; Carlos, el amanecer dejó de ser una tentación (1982), de Tomás Borge; La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982), de Omar Cabezas; Que diga Quincho (1982), de Gravina Telechea; Cristianos en la revolución (1983), de Margaret Randall; Y se hizo la presa (1985), de Carlos Alemán; Entre el fuego y las sombras (1988), de Charlotte Baltodano; Canción de amor para los hombres (1988), de Omar Cabezas; La paciente impaciencia (1989), de Tomás Borge y La marca del Zorro –Hazañas del comandante Francisco Rivera Quintero contadas a Sergio Ramírez– (1989).
En relación al cuento, género narrativo considerado inapelablemente de ficción, veremos que, al igual que la novela y el testimonio, su incremento prospectivo es innegable, aunque relativo, durante las décadas ochenta y noventa. En su libro Cuentistas de Nicaragua[12], Arellano registra la actividad de diecisiete cuentistas entre las décadas cincuenta y setenta, apreciándose un promedio de cinco o seis autores aparecidos en cada década. Y de acuerdo a mis cálculos, durante la década ochenta en Nicaragua se publicaron al menos siete libros de cuentos de igual cantidad de autores, los que detallo a continuación:
El mambo es universal (1982), de Alejandro Bravo; Versiones sobre un mismo tema (1986), de Winston Curtis; Cuentos de verdad y de mentira (1987), de Octavio Robleto; Puertos y cuentos (1987), de Fernando Silva; Nadie de importancia (1988), de Ramiro Lacayo; Mensajes del más allá (1989), de Irma Prego, y Ars combinatoria (1989), de Michelle Najlis. Este último, como en el caso del libro de Claribel Alegría, es en realidad un texto donde los géneros narrativo y poético se combinan con el aforismo y el ensayo breve, pero que en conjunto constituye una agrupación ordenada de composiciones cuya complejidad y perspectiva narrativa pueden considerarse legítimamente ficcionales.
Deteniéndonos aquí, si hacemos un balance no necesariamente preciso, observaremos que, estrictamente en la década ochenta, en Nicaragua se produjeron, en general, entre diez y doce textos novelísticos, diez textos de narrativa testimonial y siete textos de narraciones cortas de ficción, para sumar un total aproximado de treinta; lo cual nos lleva a concluir que, del casi centenar de obras valoradas por Mackenbach en su estudio (que no incluye libros de cuentos), en la década ochenta se produjeron bastante menos de la mitad.
Con todo, para Mackenbach, a partir de esa década es que se inicia un auge de la producción narrativa en Nicaragua, y según su tesis eso es el resultado de cambios estructurales en la sociedad nicaragüense, como el incremento en la alfabetización de la población que hasta entonces no accedía a la misma; la creación de un sistema nacional de educación más abierto, horizontal e inclusivo, entre otros factores. Un panorama que aparentemente habría mejorado en la siguiente década, con el fin de la guerra y una cierta estabilización política.
Mi conclusión, con la cual creo que tanto Mackenbach como Arellano coinciden, es que tal panorama se nos muestra como una superación progresiva de buena parte de los factores extraliterarios que, según Ramón Luis Acevedo, antes de esas dos décadas obstaculizaban la creación, divulgación y recepción de textos narrativos no sólo en Nicaragua, sino en toda Centroamérica; esto es: un alto índice de analfabetismo, bajos ingresos per cápita, inestabilidad política, penetración del mercado nacional con productos extranjeros, regímenes dictatoriales, censura, exilio, carencia de editoriales grandes y de una crítica literaria establecida.
Coincido con Mackenbach y Waters Hood en destacar que, respecto al proceso creativo literario mismo, después de transcurridas las dos últimas décadas del siglo veinte, muchos intelectuales nicaragüenses que durante los años sesenta, setenta y ochenta se comprometían, en pro o en contra del proyecto revolucionario sandinista, no solamente ahora gozan de más tiempo para la reflexión y la escritura, sino que también sienten una evidente necesidad de analizar el pasado para entender el presente y abrir nuevas opciones para el futuro; factores que al fin y al cabo son indispensables para el desarrollo de una narrativa moderna.
Un profundo descontento
Werner Mackenbach es doctor en Ciencias Políticas y en Literatura; es crítico literario e investigador en las universidades de Postdam y Frankfurt, en Alemania, donde ha desarrollado su especialización en literatura centroamericana. Durante un tiempo Mackenbach impartió en Nicaragua un par de cursos regulares y de especialización sobre la narrativa del istmo, lo cual constituyó para él una especie de retroalimentación de información literaria, pues en ese tiempo Werner sostuvo conmigo y con el escritor Franz Galich una serie de largas y amistosas conversaciones en las que siempre ensayamos diversas perspectivas respecto al desarrollo de la narrativa nicaragüense y de la región en general.
Su investigación sobre la novelística nicaragüense en realidad se originó por un profundo descontento que luego se convirtió, primero en curiosidad y después en pasión. En el extinto Departamento de Arte y Letras de la UCA, un grupo de profesores, investigadores, egresados y estudiantes (entre los que se encontraban el propio Werner, Galich, Bárbara Drösher, Leonel Delgado Aburto y María del Carmen Pérez Cuadra), se dio a la tarea de estudiar la cuentística nicaragüense entre 1960 y 1995. Pronto se percataron de que la gran cantidad de cuentos publicados contradecía contundentemente el discurso literario dominante, que hasta ahora ha sostenido la presunta ausencia de una real tradición narrativa nicaragüense, proclamando historiográficamente el dominio absoluto de la poesía en nuestro ámbito literario.
Como resultado de esos estudios se elaboró una antología del cuento nicaragüense de los años noventa, con una introducción rigurosa de Mackenbach y que fue publicada primero en alemán y más tarde en castellano.[13] Pero, como dije, el descontento con el discurso literario dominante muy pronto se transformó en curiosidad, una curiosidad acerca de si ese auge de la cuentística tenía un paralelo en la novelística. Y en efecto, como también ya se dijo, realmente era así: según los estudios de Mackenbach, y aun los de Arellano, entre los años 1980 y 2000, tanto en Nicaragua como en el extranjero, fueron publicadas más de setenta novelas por casi cincuenta autores y autoras nicaragüenses.
En la historia de la novela nicaragüense estas cifras resultan verdaderamente significativas, pues en comparación con el número reducido de novelas publicadas desde la independencia hasta los años setenta del siglo veinte (un poco más de doscientas, según la bibliografía que Mackenbach elaboró con Waters Hood), la producción novelística en los años ochenta y noventa contradice la afirmación generalizada de la falta de una auténtica novelística nicaragüense. Es decir que, bajo criterios cuantitativos, se puede hablar ya (como lo viene haciendo Werner desde hace más de una década) de un cambio de paradigma en la literatura nicaragüense, en el cual, poco a poco, la novelística ha asumido un papel más importante.
Según Mackenbach, este cambio de paradigma parece aún más obvio si tomamos en cuenta las transformaciones en la narrativa misma: desde los años setenta la narrativa nicaragüense, que fue dominada por el testimonio, ha vivido un proceso de ampliación y enriquecimiento en cuanto a temas, formas y técnicas, especialmente en la novelística, al igual que en otros países centroamericanos y a la par de profundos cambios sociopolíticos. Para Mackenbach resulta obvio que la novela nicaragüense (a como ya Vargas Llosa y otros teóricos de la novela constataron en otros contextos) se convirtió en el género literario más apto para expresar tales transformaciones, pero también el de mayor riqueza en cuanto a posibilidades expresivas.
Conociendo precisamente esa riqueza de la novelística nicaragüense más reciente, poco a poco el descontento y curiosidad de Mackenbach se transformaron, como dije, en pasión. Hace algunos años definió las bases de un ambicioso proyecto de investigación de la novelística nicaragüense de los años ochenta y noventa que desde entonces inició en cooperación con la Universidad de Potsdam. El estudio se concentra en las relaciones entre la realidad extraliteraria y su representación y presentación en los mundos novelescos, y quiere contribuir a una teoría de la novelística nicaragüense finisecular que integra aspectos de la narratología, de la sociología e historia literaria, así como de la función de la literatura en la construcción de imaginarios e identidades colectivas/nacionales.
Por supuesto, Werner ha avanzado mucho en esa investigación, y ya ha presentado algunos resultados parciales en diferentes conferencias y revistas culturales, los cuales en buena parte han enriquecido y apoyado mis ensayos sobre el tema. En realidad, las investigaciones de Mackenbach sobre la novelística nicaragüense contemporánea muestran una imagen llena de variedades y riquezas. De acuerdo con sus conclusiones, nuestra novelística está caracterizada, a grandes rasgos, por las tendencias más dominantes dentro de la narrativa hispanoamericana en general. Se destacan, por ejemplo, obras que recurren a temáticas históricas, a la par del auge de la Nueva Novela Histórica en América Latina.
Según Mackenbach, debe resultarnos obvio que en el caso nicaragüense la novela histórica asuma un papel especial, dado el hecho de que grandes partes de la Historia del país no están escritas, o apenas se han comenzado a escribir con métodos científicos. También hay muchas novelas que recurren a los mitos indígenas y a los substratos culturales que han sobrevivido de estas tradiciones en las sociedades actuales, además de novelas que se pueden leer desde las perspectivas más recientes; novelas que crean un nuevo urbanismo, y especialmente textos novelísticos con fuertes elementos autobiográficos que parecen sustituir en parte los testimonios de las décadas pasadas.
Siguiendo ese criterio se destaca el hecho de que ya fueron publicadas las primeras novelas que se ocupan de la revolución sandinista, algunas de ellas apenas una década después del fracaso de ese proyecto político. Según Werner, es muy probable que en el futuro se continuarán publicando novelas que tratarán de acercarse a una interpretación literaria del período revolucionario.
La novelística nicaragüense se presenta, pues, con una variedad de temas y formas que son características de la literatura centroamericana e hispanoamericana en general, y que son una prueba ulterior de que la subestimación de esa literatura en el discurso literario dominante ya no tiene cabida. Esto nos lleva a comprender que, desde la perspectiva del discurso crítico-literario, ya es tiempo de tomar muy en serio la novelística nicaragüense contemporánea.
[1] Managua, Editorial Nueva Nicaragua. 1993.
[2] Ramírez. Literatura nicaragüense. Océano. 2001.
[3] Diálogo infinito. La poesía nicaragüense y sus prolongados coloquios en el tiempo. Aguirre, Erick. CNE. Managua, 2012.
[4] Retrato de poeta con joven errante. Muestra de poesía nicaragüense escrita por jóvenes (2000-2005). Ruiz, Francisco/Juárez, Ulises. Prólogo de Gioconda Belli. Leteo ediciones. Managua, 2005.
[5] Cafecito de sábado por la mañana. Del blog de la autora: http://eushade.blogspot.com/2011/06/cafecito-de-sabado-por-la-manana.html
[6] Schmigalle, Günther. “La novela nicaragüense”. http://www.uia.mx/campus/publicaciones/altertexto/pdf/at_8_9schmigalle.pdf
[7]
Mackenbach, Werner. Die unbewohnte Utopie: Der nicaraguanische Roman
der achtziger undneunziger Jahre. Serie A:Literaturgeschichte und –
kritik 33. Frankfurt am Main: Vervuert, 2004.
[8] Arellano, Jorge Eduardo. “La novela nicaragüense: siglos XIX y XX. Tomo I (1876-1959). Managua: JEA Ediciones, 2012.
[9]
Acevedo, Ramón Luis. La novela cenroamericana: desde el Popol Vuh hasta
los umbrales de la novela actual. Universidad de Puerto Rico. Río
Piedras. 1982.
[10]
Waters Hood, Edward. Mackenbach, Werner. “La novela y el testimonio en
Nicaragua: una bibliografía tentativa, desde sus inicios hasta el año
2000”. Istmo. Revista virtual de estudios literarios y culturales centroamericanos. No. 1. 2001.
[11]
Zavala, Magda. La nueva novela centroamericana. Estudio de las
tendencias más relevantes del periodo 1970-1985. Universite Catholique,
Lovaina. 1990.
[12] Ediciones Distribuidora cultural. Managua, 1984.
[13] Papayas und Bananen. Erotische und andere Erzählungen aus Zentralamerika. Brandes & Aspel, Frankfurt, 2002. Selección, prólogo y notas por Werner Mackenbach. Cicatrices. Un retrato del cuento centroamericano. Anamá ediciones. Managua, 2004. Werner Mackenbach, compilador.
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